POR EL HIMALAYA

La verdad, no nevó en ningún momento, aunque el frío del Himalaya todavía persiste en mis huesos. Supongo que eso forma parte del entorno tanto como la magnificencia de las montañas y los suspendidos monasterios en las laderas. Sin duda resalto la pureza del aire como uno de los grandes maravillas y la vibración sutilde los cantos de los lamas que, sin ser comprendidos, llegan al interior de las células.

Como ven, quiero hablar de este lugar y ahora mismo se me antoja complicado. Porque tengo que olvidar lo que me enseñaron y entrar en otro estado de conciencia. Aquí la gente se reencarna. Sí, créanme, lo hacen. Y nadie duda de ello. Nosotros, los occidentales, podemos pensarlo, suponerlo, teorizarlo, hacer las millones de preguntas de un escéptico, pero aquí simplemente se reencarnan. Esa es su realidad. La única. Cuando alguien muere su alma vuelve a la tierra y se instala en otro cuerpo, incluso en un animal. En algunos casos (por supuesto se trata de monjes muy evolucionados) hasta podrían elegir el lugar y la persona en la cual reencarnarse.


Hoy amanezco en el monasterio y allí de pié mirando las montañas he tenido la impresión de que algunas almas vagaban por esa pureza del aire buscando un nuevo cuerpo en el cual ubicarse. Y he agradecido tener esta mente y sentir algo tan extraordinario. Puede que sea mi imaginación, pero qué importa si gracias a ella, puedo empatizar con esta realidad y vivir un elegante misterio con el cual maravillarme.

Y por la tarde, a eso de la cinco, conocí a uno de estos seres que todo el mundo sabe que se han reencarnado. Se trata de un Rimponché. Tiene unos doce años. Dentro del budismo tibetano “Rimponché” es un prestigioso título reservado, entre otros, a un monje que ha muerto y se ha reencarnado en el lugar y cuerpo que ha elegido. Por supuesto, para realizar esta hazaña deben tener un alto grado de realización personal. El pequeño monje que conocí acababa de ser encontrado y tenía doce años.

Se sentó con nosotros cerca de la estufa de la cocina, con el manto burdeos colgado en el brazo. Miró al vacío, se peinó el cráneo sin cabellos y nos contó su historia. Logró emocionarme con sus palabras y eso que, en mi caso, me fueron traducidas. Supongo que le acompañó la mirada limpia de sus ojos y una sonrisa de dientes perfectos.
Dijo:
– Por fin estoy en el monasterio. Y soy feliz.
Y ese “soy feliz” es lo más verdadero que he escuchado en cuanto a afirmaciones de felicidad se refiere.
Esperé a que continuara.
– Yo quería ser monje. Lo deseaba tanto… Y cuando los lamas vinieron a por mí, mis padres no querían que me fuese con ellos.
Aclaró que sus padres no eran budistas. Y se le entristeció por un momento la mirada.
– Pasó mucho tiempo y yo seguía deseando ser monje. Y mis padres no lo autorizaban.
Calló unos instantes.
– Volvieron los monjes. Y mientras ellos hablaban con mi familia, me encerré en el baño y lloré y lloré.
Hubo un poderoso silencio.
– Estuve cuatro horas sin salir hecho un mar de lágrimas. Y finalmente mis padres dijeron que sí. Los monjes me trajeron al monasterio. Llevo aquí solo unos meses y soy feliz.


Le pregunté a otro monje cómo pudieron reconocerle. Me contestó con amabilidad. Por lo visto los lugareños observaron, atónitos, cómo jugaba con peligrosas serpientes sin que le dañaran. Las cogía con las manos, las acariciaba y se las pasaba por el cuello. También fueron espectadores de otro tipo de proezas. No tardaron en pensar que era alguien especial y avisaron a los monjes. Éstos fueron a buscarle y el niño les suplicó que le llevaran al monasterio. Fue un largo proceso que duró varios años hasta que la familia dio el consentimiento para que se formara como lama.

Le pregunté a un reconocido lama si el pequeño Rimponché recordaba su vida anterior.
Me dijo:
– No. Él no recuerda nada. Algunos sí, cuando todavía son muy pequeños, pero después de los tres años su memoria se va borrando.
Ahora el pequeño lama esperaba la entrevista de rigor con el Dalai Lama para confirmar su rango de “Rimpoché”. No sabía cuando le daría hora, ni que día. Sin embargo, nada importaba ya, sabiendo que en su profunda naturaleza estaba ser lama. Todo lo demás era un honor, pero también mero trámite.