El abrazo del manatí

No. No piensen que me abrazó un manatí. No lo hizo, aunque me hubiese gustado que lo hiciera. Supongo que sabrán quienes son los manatíes. O tal vez no. La mayoría de gente a la que le hablé de ellos ignoraba su existencia.

Para el que no los conozca, diré que son animales grandes, mansos y encantadores que en verano viajan por todo el Caribe y en invierno se refugian en aguas templadas. Poseen un carácter pacífico y gozan de muchas y variadas simpatías; además, para su desgracia, no temen a los humanos, por eso, entre otras razones, personas de todo el mundo viajan para conocerles. En mi caso, me motivaba una extraña afinidad. No sé porqué. Había algo en mí que me llamaba a comprenderles. Sin descartar que han formado parte de la mitología en esta parte del mundo y eso siempre me ha resultado atractivo. Los marineros españoles al toparse con ellos creían que eran las legendarias sirenas.

Subí al barco vestida con un traje de neopreno. Al fin iba al encuentro de los manatíes. Estaba emocionada y tensa. Meterme en el agua helada del río resultaba inquietante. Sabía que mi cuerpo no reaccionaba bien al frío y que iba sufrir un poco. Sin embargo, jamás iba a renunciar a la experiencia; les había visto en sueños, imaginaba que me esperaban, habían formado parte de mis planes durante mucho tiempo. Me sumergí en el agua, nadé sorteando la corriente y, con esfuerzo, conseguí llegar a un rincón recóndito del río y, tal como me habían aconsejado, permanecí allí flotando sobre los manatíes. Sin importunarles, sin tocarles, esperando que despertaran.

Después de un rato se movieron lentamente, me rodearon, me rozaron y empujaron mis piernas. Jugaron conmigo con simpatía y familiaridad. Yo no me atrevía a moverme. No quería perturbarles, pero disfrutaba; porque, como en todos los juegos, yo no era yo, era otro, un manatí salvaje sumergido en el agua, ajeno por completo a la tierra. Flotaba y me abandonaba al medio acuático con soltura y humildad. De repente uno de ellos se elevó suspendido frente a mi rostro. Me miró durante un intervalo de tiempo que me pareció eterno, los ojos con los ojos, y me transmitió inocencia, sencillez y esa calma abismal que poseen los animales lentos.

manatíes

La claridad de sol que traspasaba el agua le iluminó rodeándolo y exaltándolo como si se tratase de una aparición sobrenatural. El momento fue maravilloso, eufórico, profundo. Me confirmó que pertenezco a este mundo indescifrable y que soy una parte importante del todo. De repente me sentí de nuevo en la infancia jugando con seriedad a ser parte de lo absoluto. Y es que de esa necesidad nunca he podido desprenderme y a veces en algunos momentos, gracias a la naturaleza, se satisface.

Después deseé que me abrazara. Pero no lo hizo. El magnífico animal se fue alejando con la misma suavidad con la que vino y descendió a las profundidades del río. Comencé a tiritar, ya no pude resistir el agua fría y tuve que marcharme. Volví a nadar hacia el barco mientras sonreía por dentro presa de la emoción. Digo por dentro porque llevaba un tubo en la boca que imposibilitaba cualquier sonrisa física. Subí la escalerilla y en la cubierta me quité el neopreno y me envolví en una toalla. Mis dientes castañeaban.

 Sé que los manatíes abrazaron a otros. Me lo contaron allí mismo y, pese a mi deseo insatisfecho, no me quedé con el desencanto. Había vivido la magia del mundo concentrada en un instante, había jugado a ser un manatí y había compartido un pedazo de absoluto. Después de todo, tal vez un abrazo hubiese resultado excesivo.