Lluvia de agosto de Pilar Carrillo (Inicio del libro)

Cuando desperté supe que todo había cambiado. Tras la ventana abierta, un muro de ladrillo me impedía ver los familiares tejados del pueblo. Tampoco pude ver la montaña; ni las peñas caldeadas por el sol. De repente recibí en la cara el aire reseco del sur. Era verano y las cigarras cantaban a lo lejos. Y por primera vez sentí un cosquilleo tibio, casi triste, que me obligó a cerrar los ojos.

 Esta era mi casa, aquí nací, de aquí me marché hace quince años. Y he vuelto. Llegué ayer en tren con un par de maletas repletas de ropa. Mi madre vino a recogerme en su viejo coche blanco. Aparcó, bajó y me sonrió con ternura. Me fijé en los labios devastados y en los ojos diminutos.
Me dio un abrazo. Su rebeca olía a hierbas.
– Has vuelto – dijo.
– Sí.
– ¿Estarás mucho tiempo?
Le dije que no me preguntara nada, que no quería dar explicaciones, que sólo buscaba un lugar donde pasar una temporada.
– Como quieras, la casa siempre está abierta, ahí está tu habitación igual que la dejaste, con algunas de tus cosas.
No mencioné que había abandonado a mi marido.
Pensé en ir a la casa de mi abuela. Pero cuando atravesé la puerta de mi habitación cargada con las maletas descarté por completo la idea, al menos por el momento. Me senté en la cama con el bolso sobre las rodillas y miré el mosaico del suelo, la geometría. Mi madre se asomó por la puerta para desaparecer al instante.  

 

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