El castillo de coral.

En mis excéntricos sueños siempre he querido construir una estructura de piedras tipo jardín seco japonés. Las piedras tienen alma dijeron los sintoístas y, sin ser sintoísta, he participado de esa creencia. Supongo que crecer cerca de una importante cantera e imaginar desde niña qué hacer con las colosales piedras ayuda a tener estos pensamientos.

Por casualidad supe de Leedskalnin, un letón emigrante que erigió ya en los años 20 una especie de castillo con piedras de coral, rugosas, con relieves y crustáceos fosilizados en su superficie. Lo construyó solo, durante la noche, en el sur de Florida y al abrigo de todas las miradas. Al parecer, tenía un motivo importante para huir de la gente. Y eso es lo que más me emociona de esta historia. Leedskalnin confesó en alguna ocasión que conocía el secreto de los egipcios para levantar piedras de gran tonelaje. No puedo evitarlo. Los secretos me fascinan, sean cuales sean. Están impregnados de misterio y fomentan nuestra más recóndita curiosidad. ¡Qué envidia! Me hubiese gustado sentir ese cosquilleo terrible, eufórico e indescriptible de conocer un saber ignorado por todos. Hay tanto placer en los secretos.

Ayer visité el castillo de coral. Entré con un sol tórrido e inclemente y contemplé un espectáculo de rocas de una extraña armonía. Sin duda el lugar goza de gran singularidad. Apenas hay plantas y las piedras tienen una presencia magnífica. Al pasear, percibo que todo el jardín es una especie de hogar con todas sus estancias: sala de estar, comedor, dormitorio y cocina. Todo en piedra. Y los muros están coronados por algunos astros del sistema solar: Marte, Saturno y la luna. Parece que era un entendido en astronomía y que el jardín está orientado de acuerdo con las estrellas. Este dato me lleva a pensar de nuevo en las pirámides y en su construcción siguiendo cálculos astronómicos.

Cuentan que la idea de su castillo nació como monumento a su ex-prometida Agnes, que le abandonó poco antes de la boda, tal vez con la esperanza de que volviera a su lado. Nunca se encontraron de nuevo. Él vivió treinta años como ermitaño consagrado a la memoria de su amor o desamor y a esculpir sus rocas.

Y si ya me admira la construcción de semejante obra en solitario, mi suprema admiración por este hombre es que, si de verdad tuvo el secreto de las pirámides, nunca lo reveló. No cayó en la tentación. No le importaba la fama ni la grandeza. Algunos dicen que no era humano. Desde luego no era un humano común. Un ser enigmático y, vista su obra, excepcional. Un día se marchó al pueblo con su bicicleta y dejó un cartel en la puerta de su castillo. “He ido al médico. Vuelvo esta tarde.” Nunca regresó. Allí dejó sus instrumentos abandonados. Hierros, poleas y maquinas detenidas para siempre. Ahora están expuestos en la torre de su castillo.

Por supuesto entré y los observé detenidamente. Todos los instrumentos me resultaron desconocidos. La mayoría nacieron de restos de viejos automóviles. Los miré y los remiré, deseando ser la científica que no he sido para poder descifrarlos. Pero parece que han sido revisados muchas veces y nadie ha sabido para qué, ni cómo, se utilizaban. Con todo, se llevó el saber a la tumba. Me hubiese encantado conocerle y ser la confidente de su secreto. Por ejemplo, siendo susurrado a media voz una tarde de verano o, al final, ya en su lecho de muerte, bajo una solemne promesa. Estoy segura de que, como él, lo habría preservado y habría edificado mi jardín de piedras. Pero como no poseo el secreto, solo me queda regodearme en el misterio, que también tiene sus seducciones.