Mal de ojo de Pilar Carrillo (Cuento completo)

LA VOLUNTAD

Todo comenzó con las hortensias de la vecina. Es curioso que las flores se secaran. Las miré muy fijamente porque me parecieron muy hermosas. Hermosas de verdad. Me dolieron un poco los ojos y lagrimearon, pero eso me pasa a menudo y no le doy importancia.

Los seco con la punta del pañuelo y nada más. Y, de repente, comenzaron a decir por ahí que si yo echaba el mal de ojo. Sé que sólo son rumores, pero los rumores acaban siendo verdad. Lo sé porque me ha pasado, me está pasando. Yo no echaba nada a nadie. Cómo puedo hacer algo que ignoro que hago. Por qué iba a desear el mal a unas flores y no sólo eso, a un niño, a una persona. No lo comprendo. De verdad.

Hace una semana que no salgo de casa. Prefiero eso a ser el blanco de todas las miradas. Siento que me acusan cada vez que se cruzan conmigo. Algunos hasta cambian de acera, aunque no dejan de mirarme con curiosidad. Esto me ocurre desde hace algunos meses. He envejecido. Creo que de joven no me ocurría esto, pero ahora tengo unos setenta años. Tal vez la vejez tenga algo que ver. No sé. Desde luego no soy la misma persona. Mis rasgos han desaparecido en medio de las arrugas y camino algo encorvada.

Anoche no dormí; estuve pensando en todo esto. A las seis de la mañana me levanté harta de dar vueltas en la cama. Vagué por la habitación de un lado a otro, por la cocina y el salón. Es cierto que no tengo espejos en la casa, porque mis ojos son muy penetrantes y detesto mirarme. Dicen que los que tienen esta mirada los evitan porque temen dañarse a sí mismos. En el baño sí, tengo uno. Cuando me miro sólo veo unos ojos enérgicos, pero nada más. Lo hago de reojo, temerosa. Tal vez eso confirme todo lo que piensan de mí. Soy capaz de echar mal de ojo. Que es lo mismo que hacer el mal a través de mis ojos.

Por la mañana salí a la calle con gafas de sol. Tras los cristales me sentía segura. Los demás eran sombras deslizándose. Caminé varias manzanas hasta que di con la consulta del oculista. Hablé con la enfermera y me rogó que esperara. La sala estaba llena y yo continué con mis gafas puestas. La gente me miraba perpleja.

Por fin me atendió.

– ¿Qué le ocurre?
– Tengo alguna molestia en los ojos.
– ¿Qué tipo de molestia?
– Molesto a los demás.

Ignoró mis palabras

– ¿Duele?
– Sí. Duele.
– ¿Ha observado si ha perdido vista?
– Creo que no.

Me senté delante de la máquina y me examinó los ojos.
– No tiene nada – dijo.
– Miré bien. Debe estar muy profundo.
– Pero usted ve perfectamente. No tiene ninguna enfermedad.
– La tengo. Tiene que estudiarlo a fondo. ¿No ha visto cómo tengo los ojos? ¿No ha visto mi mirada?
– ¿Qué le ocurre?
– Eso sólo es una cualidad.
– Podría cambiarla.
– ¿Cómo voy a poder cambiarla?
– No lo sé. Unas pastillas tal vez, unas gotas. Usted es el médico.
– Me miró atónito.
– No puedo hacer nada por usted.

Volví a casa. Anduve por calles poco transitadas. El sol estaba alto. Hacía calor. Desee que lloviera. Todo debía tener una causa, todo debía tener una explicación. Había algo que me dominaba: la voluntad. Y esa voluntad era capaz de modificar la materia. Las flores se secaban, los niños enfermaban. Si pudiese usarla a mi antojo.

Esa noche me acosté con esa idea. La voluntad puede ser creativa o destructiva. Traté de conocer mi interior, pensando, callando; me resultó imposible. Tal vez a través de los sueños. Pero no soñé nada. Me levanté sobre las seis. Todo continuaba del mismo modo, pero qué esperaba cambiar. No sé. Esperaba. Eso era todo. Probé con unos geranios. Pensé en secarlos, lo pensé con todas mis fuerzas Los miré con tanta fijeza que los ojos me lloraron, pero nada. No hice más pruebas por el momento. Salí a la calle tranquila, pensando que aquello era una fantasía, que yo no tenía ninguna influencia sobre nada ni nadie.

El mes de septiembre decidí consultar con la tía Liduvina. Nadie sabía tanto del mal de ojo.

Fui a su casa y me confié a ella. No me quité las gafas. Le referí toda mi historia lentamente. Estaba llena de vergüenza.

Dijo:

– Podrías ser tú o no. Es imposible saberlo.
– Pero usted quita el mal de ojo.

Me miró con sus ojos grises ladeando la cabeza.

– Sí, hija. Pero no quito el poder de echarlo.
– ¿Pero yo tengo ese poder?
– No lo sé. Podría ser. Es la intención. La intención con que se mira.
– Pero no reconozco esa intención.
– Es el deseo. El deseo con que se mira algo puede absorber el alma de ese algo.
– ¿El alma de unas flores?
– También.

Me preguntó:

– ¿Deseabas las flores?
– No lo sé.

Y seguí pensando, sentada en una silla, mirando mi mente. Quería reconocer mis verdaderas emociones, pero no llegué a nada. Había franjas muy oscuras. Supuse que era uno de esos enigmas que llevamos dentro. Uno de tantos, pero este, al parecer, era sólo mío.

Aquello me enloqueció. Le supliqué que me quitase el mal, el deseo o lo que fuese.

Dijo.

– Puedo hacerte la prueba del mal de ojo, por si te hace algo, pero nunca lo he probado desde aquí.

No me importó. Buscaba un remedio. Cualquier cosa me hubiese servido. Ella sacó el aceite, el candil. Lo puso en mi dedo y las gotas cayeron al agua y se disolvieron.

– Hay mal de ojo.    

Pensé en varios espejos devolviendo la imagen de mis ojos. Entré en pánico. Comencé a temblar.

Me marché precipitadamente. La tía Liduvina me siguió hasta la puerta con el candil en la mano. Y allí, sin decir nada, vio como me alejaba. Caminé rápido. Era una noche muy oscura. De repente pensé en Narciso que murió mirando su propio reflejo. Pero yo no necesitaba el agua para ahogarme. ¿Dónde había oído yo esa historia y por qué aparecía ahora en mi vida?. Todo había ocurrido ya de algún modo. Mi caso sólo era una burda repetición de hechos.  

Al principio salía a pasear de noche, cuando las calles estaban desiertas. Pronto me di cuenta de que tanteaba en la oscuridad. De día siempre llevo las gafas. Reconozco que mi deseo de no ver es tan fuerte que tal vez me esté quedando ciega. No sé si mi destino es ese, pero ahí está, se dirige hacia mí y de algún modo lo espero.